viernes, 15 de febrero de 2019

Sobre la Vida Feliz

Sobre la Vida Feliz



Es un ensayo científicamente ilustrado y riguroso, pero sin pesadez alguna de erudición y sin concesión a tópicos ni a una amenidad superficial. Tiene una brillantez de escritura que convierte en gozo leerlo de un tirón tanto como volver a sus páginas en ulteriores lecturas.

Características:

Autor: Alfredo Fierro  Tamaño: 14x21,5 cms  ISBN: 84-95212-85-4    Año: 2000  Páginas: 220

ÍNDICE
Proyecto y prólogo
I. Vivir y haber vivido
II. La experiencia de vivir
III. La vida deseable
IV. La actividad de vivir
V. La acción orientada a metas
VI. La sabiduría y el valor
VII. Salud mental y madurez personal
VIII. Epílogo moral
Para lectura, estudio y discusión
Referencias

PROYECTO Y PRÓLOGO

Es del todo feliz la circunstancia de la invitación a escribir no un libro cualquiera, sino el libro que llevas años pensando escribir y sin haberte puesto todavía a ello: el libro que deseas y has querido hacer, que llevas en la cabeza y en el corazón desde mucho antes de la encomienda de hacerlo, aunque este amable encargo, de la impulsora de la colección, Margarita Ortiz-Tallo, haya venido a ser preciso para llevarlo a término. Es el caso de este libro, corto en páginas y escrito en pocos meses, pero dilatado en el tiempo en que se maduró, no menos de diez años, a lo largo de los cuales, además, sus distintos temas han sido objeto de lección y de debate por parte del autor. Acéptese la convención de que las páginas prologales admiten esta clase de confidencias: largamente preparado, madurado,
sedimentado, el libro lleva el impulso y la energía, quizá también el lastre, de propósitos harto ambiciosos.
El proceso de su gestación tuvo comienzo en el estudio de la personalidad sana, la salud mental, la madurez personal: del polo opuesto al del trastorno psicopatológico; mejor dicho, del cenit positivo de referencia al que se opone lo psicopatológico. A lo largo de la gestación, sin embargo, y sobre todo en la confección textual del libro, ha pasado a primer plano la vida feliz. De ahí le viene el título. Así que, mientras el autor ha procedido de madurez personal a vida feliz, al lector se le propone otro itinerario, justo al revés.

El título proclama una voluntad de enlace con antiguos maestros e inquietudes. Séneca escribió Sobre la felicidad para Galión y el tema venía ya de antes, de la filosofía griega. El asunto corresponde, pues, a una antigua y permanente preocupación humana, merecedora de la reflexión de los filósofos
y no propia sólo de los consultorios de radio y de la prensa rosa. La mayor parte de la filosofía ética ha tenido que ver con ello: qué es la vida feliz y cómo lograrla. Sea o no posible una ciencia o al menos un arte de la vida feliz, desde luego no es posible sin dialogar, cotejar, confrontarse con la
tradición de pensamiento filosófico sobre la felicidad y sobre la acción afortunada.

En ese diálogo y cotejo entre saberes, y también entre teorías y doctrinas, se sigue aquí un proceder, en rigor, y aunque suene un tanto pretencioso, un método conciliatorio, concordatario, complementarita. Sobre la vida feliz no dicen la filosofía, la literatura y el sentido común lo mismo que la ciencia. Pero es posible  y en eso consiste el programa metódico de ese complementarismo poner en correspondencia y traer a contraste empírico las posiciones básicas, a veces dispares, de filósofos y escritores sobre la felicidad. Por otro lado, acerca de ésta no enseña lo mismo Séneca que Nietzsche; ni sobre el trastorno psicológico coincide Freud con Skinner. Pero hay tiempos y espacios de polémica o de crítica, y los hay de conciliación, de concierto, aunque sea en contrapunto a varias
voces. Algún filósofo, el mismo que juzgó errado todo el pensamiento occidental desde Platón ha escrito, por otra parte, que “todo polemizar es necio”. Acertó Martin Heidegger más en esto que en aquello. Es osado, acaso necio, imputar errores persistentes a toda la raza humana, errores de los que uno presume encima hallarse libre. Es más prudente, acaso pusilánime, asumir que la sabiduría tradicional sobre la vida feliz no anduvo errada. Pusilanimidad o prudencia, a ella se atiene un proceder, un método, que trata de conciliar aquella sabiduría antigua y esta ciencia reciente, de complementar una con otra.
Complementar y conciliar no es lo mismo que integrar, sintetizar, mucho menos fundir teorías o doctrinas rivales que tanto en la tradición como en la ciencia actual compiten en antagónicas versiones de la felicidad y de la acción a ella conducente. Respecto a las tesis antagónicas complementarismo conciliatorio o concordatario no equivale a pastiche de eclecticismo o sincretismo, ni tampoco a síntesis o integración sólo retórica. Es proceder riguroso en el análisis y discernimiento de niveles de teoría y de investigación, descubriendo planos y elementos de concordia por debajo o por encima de los niveles de querella –que también tienen su lugar y su momento– entre
los investigadores.

El espacio de estas páginas no se consume en querella o polémica alguna, excepto para marcar desde el principio una decisiva línea de fractura. La polémica esencial, insoslayable, y por tanto la principal beligerancia crítica, es contra todos aquellos que han contribuido en el pasado o contribuyen ahora
a la infelicidad humana. Ahí se traza una divisoria innegociable en la historia y en el presente: escribir sobre la vida feliz es hacer causa contra todos aquellos que la tornan imposible. Con ellos no hay conciliación o tolerancia. La opción práctica por la vida feliz y la correspondiente afirmación teórica se asume aquí a manera de axioma no sujeto a discusión: aserto indemostrable, al modo de los axiomas, pero tampoco necesitado de demostración en el uso de la razón práctica.
Hay algunas otras líneas divisorias. Se está a favor de la razón en el logro de la felicidad, y en contra de la superstición y de la magia, bien entendido, por otro lado, que hay modos varios de razón, de discurso y estudio racional. Se milita a favor del ser humano, del lado de quienes profesan afecto a la
humanidad y creen que en ella hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Y, en fin, se está no en contra, pero sí frente a quienes, desde un sentimiento, ya trágico, ya plañidero, de la vida, creen que vivimos en un mundo donde la dicha es imposible de todo punto. En respetuoso pero explícito disenso frente a esa tesis intelectualmente prestigiada y nada fácil de refutar, por cierto se da aquí una toma de partido, una apuesta decidida por la posición contraria. Se presentan alegaciones
en pro de la esperanza en la posibilidad de ser feliz. Se desarrolla una defensa de la felicidad y también del placer frente a los jeremías y a los malhumorados que los denigran como si dañaran a la dignidad y a la moral del ser humano.

La metódica puesta en correspondencia de ciencia empírica, psicología, y de filosofía y poesía, y literatura, y testimonios de quienes al parecer supieron vivir dichosos da como resultado un texto con los rasgos del género ensayo un género esponja, capaz de absorberlo todo, que no mera divulgación o confusa miscelánea. Es verdad que resulta también alguna mezcla de dispares sustancias: de ciencia sólida y de opiniones discutibles, incluidas las de filósofos acreedores a la más atenta escucha. Hay muchos afluentes al caudal del conocimiento de la vida feliz y no todos son de ciencia. Sin embargo, no se puede estar advirtiendo a cada paso acerca del grado de certeza y solidez de las propuestas, de las proposiciones; y al lector, por otro lado, hay que suponerle mayoría de edad y de juicio para discernir por sí mismo. Ahora bien, y en conjunto, el análisis resultante de la vida feliz, ¿es genuina ciencia? Lo es, sin duda, en la acepción más amplia de la ciencia como saber, como conocimiento, aunque no siempre, en cada párrafo, en el sentido restrictivo que manejan los científicos.
Si en rigor no todo es ciencia o “episteme”, desde luego sí que es “doxa” en el sentido griego: mucho más que mera opinión. “Doxa” era, para un griego, aquello de lo que uno es capaz de hablar con competencia y fundamento: lo que a uno le parece ser así y de lo que está firme y sólidamente convencido, aunque quizá no tenga contundentes pruebas. Es también aquello que otras personas dignas de crédito dicen haber comprobado, aunque uno no lo haya hecho por sí mismo. Este libro es ensayo, primero, en el sentido de permitirse realizar afirmaciones sin el compromiso de demostrarlas una a una a cada paso. Es ensayo, además, en cuanto tentativa, en cuanto intento expuesto al fracaso, tentativa no de mezcla o yuxtaposición, pero sí de combinación y correspondencia entre ciencia y “doxa” sobre un tema, la vida feliz, en donde sería imprudente abandonar una u otra.

A quien acceda al libro por el interés profano y humanísimo de la felicidad he querido darle claves y asideros para un conocimiento disciplinado y sólido, fruto de investigación y ciencia empírica, de la psicología sobre todo. A quien acceda por el interés en una psicología de la salud y del trastorno mental me he propuesto ofrecerle otras claves, otras pistas, en particular, la de que, en cuanto ciencia humana y, como no podría ser menos, humanitaria, la psicología está llamada a contribuir a la que Félix Grande ha calificado de “rara ciencia de mirar con piedad la angustia de los seres humanos”.
El libro, en fin, no es ajeno a un propósito educativo, de educación sentimental. Pretende no sólo analizar algunos mecanismos de la vida feliz, sino también educar en los sentimientos que contribuyen a ella. Pero educar no es instruir; y, desde luego, no es suministrar recetas. En vano se buscarán instrucciones a continuación sobre “cómo ser feliz y no morir en el intento”. Quien vaya en busca de eso, de un recetario, mejor que abandone ya, que deje de leer. Lo que sí se espera es que algún que otro lector salga transformado de su lectura como de un libro de iniciación: que al concluir de leer sea otro, otra identidad, un alter ego más maduro. Esa sería su mejor justificación como libro. Junto con lectores en busca de su libro hay libros en busca de su lector. Es su feliz encuentro lo que justifica tanto el escribir como el leer.
Un encuentro tan afortunado, de maduración o iniciación, depende de circunstancias azarosas e improbables en la mayoría de los lectores. Para muchos de ellos no habrá nada revelador, nada nuevo en insospechados horizontes, simplemente una puesta en orden o una puesta en claro, una confirmación. Sea, y baste así en su caso. También esto justifica a un libro.


I. VIVIR Y HABER VIVIDO

Para la generalidad de las personas nada hay tan apreciado como la salud. En el trío de “salud, dinero, amor”, la salud suele ir lo primero. Claro que esa preferencia conoce excepciones. Los enamorados en estado de pasión no correspondida eligen desde luego antes el amor que la salud; prefieren la enfermedad a la ausencia o la pérdida de la persona amada. Y no es la única pérdida más temible que la enfermedad. Hay situaciones en que se prefiere no ya la enfermedad sino la muerte antes que otras condiciones inaceptables: de indignidad, de injusticia. Hay dilemas en que los otros valores pasan por delante de la salud y de la vida.

Por fortuna, sin embargo, el día a día no discurre entre tales dilemas. La salud es compatible con el amor; la vida y la calidad de vida son coordinables con la dignidad en el vivir. Son todos ellos valores preciosos a la vez que integrables: entre ellos no nos vemos forzados a elegir. Seguramente, además, cada cual es valor supremo, sumamente deseable en su orden, por donde las discrepancias en las preferencias personales y en las posibles opciones ante una situación extrema no oscurecen el hecho de que los humanos se hallan muy de acuerdo en ese aprecio.

Por otra parte, mientras que, según la sentencia popular, “el dinero no hace la felicidad”, sólo la facilita, la salud hace algo más que facilitarla: forma parte de ella. Son precisas mu20 chas cosas la comida y el techo, el hogar para vivir. Pero la salud no es una mera cualidad del buen vivir; constituye parte integrante del vivir mismo. Y la vida, aún más que la salud, es lo primero. “Mientras hay vida, hay esperanza” reza también una máxima de sabiduría popular. Mientras vivimos, estamos
salvados. Y todo se relaciona: la palabra “salud” en castellano, al igual que otras equivalentes suyas en otras lenguas, viene del latín “salus”, que también significa “salvación”. Tener salud es hallarse de momento a salvo, vivo.

El trío de los bienes más preciosos es seguramente, pues, vida, salud y felicidad. Forman una trinidad bien avenida: tres caras distintas de una sola sustancia verdadera. No coinciden del todo: la salud no basta para la dicha; la vida no siempre es dichosa; y por otro lado cabe vida feliz incluso en la enfermedad. Pero la suprema fortuna en una persona se da bajo la conjunción de esos tres astros, de esa constelación de buena estrella y también –conviene empezar a decirlo ya– de buen hacer, de sabiduría de conducta.

LA VIDA Y LA SALUD

¿Qué es la vida? En la actualidad los biólogos saben mucho acerca de la vida, de la molécula ADN, del genoma humano, y por tanto saben acerca de la vida humana. Aun así, no están de acuerdo en la cuestión de la naturaleza de la vida, de sus límites, sus fronteras con lo inanimado. Es más, quizá la
única expresión de consenso acerca de la naturaleza de la vida en sentido biológico se limita a decir que es el conjunto de procesos que se oponen a la muerte, lo cual no ayuda mucho a clarificar las cosas. Pero en la tríada de felicidad, salud y vida, no es el vivir biológico –también presente en estado de coma profundo el que cuenta; es el vivir humano: una vida de persona, de viviente en funcionamiento y en acción, en comunicación con el mundo, con otros seres vivos. Y es esa vida la que forma constelación con la salud y la dicha.

La vida
¿Qué es la vida? “350 genes y poco más”, resumía el titular de un diario
(El País, 15-12-1999), añadiendo en subtítulo: “un grupo de Estados Unidos
halla el genoma mínimo que define un ser vivo”. Era unos meses antes todavía
del anuncio oficial sobre el genoma humano.
“¿Qué es la vida? Un frenesí... una pasión” dice el Segismundo de La
vida es sueño, y anticipa así en un par de siglos la visión romántica de la vida
como pasión ardiente que se consume veloz como hierba seca al fuego.
Entre una y otra respuesta, la primera de ciencia, de biología, y no específica
para el ser humano, y la otra de opinión, de opción vital, una opción
posible entre otras, discurre la vida humana. Y el caso es que se hallan atados
los dos cabos de la cadena. También el frenesí romántico, lo mismo que la
serenidad estoica, la tristeza nihilista, la náusea existencial y los valses vieneses
están hechos de 350 genes, aunque no sólo de ellos, sino de algo más, sea
poco o mucho. Están hechos de las leyes y determinismos encontrados por
Pavlov y por Freud, y quizá, seguramente, algo más.


¿Qué es la salud?, ¿Qué es la felicidad? Lo sabemos muy bien todos o creemos saberlo, si bien, por otro lado, cada cual seguramente tiene su idea personal acerca de una y otra. No para todos son exactamente las mismas cosas las que nos hacen felices o dichosos, las que nos permiten sentirnos bien. Ni siquiera somos unánimes respecto a la salud. El hipocondríaco se queja, como de enfermedad y males, de incidentes en su organismo que para la mayoría de las personas pasan inadvertidos o que, como mucho, les suponen molestias llevaderas.

Es difícil, desde luego, llegar a consenso sobre la naturaleza exacta de la salud y, no digamos, de la felicidad, de la dicha. Hasta los expertos discrepan en ello. Es más fácil, en cambio, ponerse de acuerdo al hablar de sus contrarios: sabemos mejor qué es la enfermedad y qué la desgracia. Sucede así porque la salud y la dicha forman parte de las realidades que se hacen notar cuando faltan. Es su ausencia la que hace patente cuán importantes y necesarias nos son. La salud y la felicidad, al igual que el amor, suelen apreciarse más y conocerse mejor cuando se pierden. El asunto es, pues, cómo conocer y apreciar el amor, la salud y la dicha sin pasar por el trance de perderlos y precisamente para evitar ese trance. Eso, sin duda, debe de tener su ciencia o ciencias.

Están en primer lugar la medicina y las ciencias de la salud. Tienen ellas que ver también con la vida y con la muerte, con el aplazamiento de ésta y con la dulcificación del proceso de morir; pero hacen eso bajo la perspectiva de la salud y de la enfermedad. Ahora bien, en la actualidad las ciencias y las técnicas de la salud se han ampliado mucho y abarcan bastante más que la medicina, la farmacia y la enfermería o asistencia sanitaria. Se han ampliado, primero, al contemplar como prioritaria la prevención de los procesos patológicos y no contentarse con un enfoque terapéutico de sólo curación, de remedio. Se han ensanchado además por el lado de los cuidados paliativos: curar y cuidar se enlazan y compenetran como en el verbo latino “curare”. Se han completado, en fin, gracias a disciplinas y prácticas encaminadas a la salud y a su mejora, tales como la medicina psicosomática, la medicina comportamental, la psicología de la salud y la pedagogía y educación para la salud. En
todas ellas aparece la salud como estado no ya de tal o cual órgano, de una u otra función vital, sino del organismo como un todo, es más, de la persona en su unidad e integridad a la vez psíquica y orgánica.

De la misma manera que hay ciencias de la salud, también debe de haber alguna ciencia de la vida humana, de la vida -se entiende- saludable y, por extensión y en general, de la vida feliz, deseable. ¿Hay una ciencia de la vida buena y del saber vivir? ¿O eso es sólo un arte, no una ciencia? Arte o ciencia, ¿puede ser enseñado?, ¿cabe exponer y trasmitir de alguna forma plausible ese saber o ese arte?

CONOCIMIENTO DE LA VIDA
No faltan quienes discuten que haya o incluso que pueda haber una ciencia del vivir humano. Otros sólo cuestionan que sea un saber transmisible. En un escrito acerca de la brevedad de la vida, dice Séneca que la ciencia de vivir es harto difícil y que ha de ser enseñada por quienes vivieron antes. En contra de esto, sin embargo, cabe alguna objeción: hay como para sorprenderse de que la vida necesite ser enseñada y de que no se aprenda por ella misma, sin necesidad de mentores. Vivir será,
si acaso, asunto de arte o simplemente de inocencia, de la misma que posee todo el mundo animal excepto, al parecer, el hombre. Todavía más: hace pensar en las formidables distorsiones que ha debido padecer la civilización y la especie humana para que haya venido a ser necesario no sólo enseñar a vivir, sino andar en busca de una ciencia del vivir humano.

Transcurridos dos milenios desde Séneca, el razonamiento que de su opinión se sigue es que, si una ciencia de la vida humana es de veras posible y no quimérica, si está al alcance de nuestro conocimiento, por difícil que sea, debería haberla desarrollado ya la humanidad. Sin embargo, en el cúmulo de discusiones acerca del asunto, es discutido también si la ha desarrollado. Forma parte de los tópicos de la crítica de la cultura y de la historia constatar que la humanidad ha progresado más en el conocimiento y en el dominio de la naturaleza que en el de ella misma. Ahora bien, en la ciencia de la vida humana no parece tratarse de progreso. Las piezas esenciales de esa ciencia seguramente se daban en tiempos de Séneca de modo semejante que al día de hoy; se dan en la experiencia
cotidiana y no tanto en los laboratorios de investigación psicológica. Claro que una psicología científica, más que cualquier otra disciplina, está llamada a contribuir a esa ciencia de la vida: con su método propio puede traer a condiciones rigurosas de observación y de análisis las variables pertinentes. Pero no cabe sostener que la psicología ofrezca el único saber sólido en esta materia. Hay otras fuentes de ese conocer: los filósofos, los moralistas, los poetas y escritores, los cronistas. Hay enteras disciplinas científicas pertinentes: la historia, la antropología.

¿Quién ha conocido más y mejor la vida humana, la condición humana? ¿Y de quién aprendemos mejor cómo vivir? ¿Shakespeare o Freud? ¿Séneca o Skinner? ¿Los novelistas cronistas del amor en sus ficciones o los investigadores del amor en sus informes científicos? Son preguntas retóricas, pero no improcedentes. Son de fácil respuesta: el conocimiento de Séneca, Shakespeare, Nietzsche, Proust, es de otra naturaleza que el generado en la investigación de ciencia. Pero apuntan a una evidencia irrecusable: mientras que en el conocimiento de la naturaleza la totalidad del saber se genera actualmente en la investigación de ciencia, en el conocimiento del hombre, con relevancia y peso no menor que lo adquirido gracias a la investigación propiamente tal, forzoso es reconocer el valor fiable de otros saberes transmitidos en el legado de la tradición.
Así lo muestra la ambivalencia misma de la expresión “ciencia de la vida”, cuando se incluye en ella su vertiente más práctica, la de saber vivir. Este saber sobre la vida, por un lado, quiere decir senequismo, estoicismo, hedonismo o alguna otra concepción moral y pauta de vida, acaso una simple opinión personal, pero fundada; y, por otro, conductismo o leyes del aprendizaje y del desarrollo humano que han llegado a obtener refrendo en la investigación empírica con método científico.

Tradicionalmente se ha llamado sabiduría al saber teórico y práctico acerca de la vida humana. No es –o no es en todo– ciencia extraída de las disciplinas propiamente científicas, ni siquiera de aquellas relativas a la especie humana: psicología, sociología, antropología, historia. Una parte sustancial de ese conocimiento reside en máximas de sabiduría del pueblo, que, sin embargo, no siempre es infalible, a menudo se equivoca. Otra porción sustantiva, sólida, la constituye la sabiduría culta, ilustrada –mas no por ello y por fuerza alejada de la popular–, que consta en los textos filosóficos, religiosos, poéticos, literarios, integrantes del mejor patrimonio de la humanidad. Es una sabiduría, además, que en la actualidad, en una cultura audiovisual, no consta sólo en textos. Sobre todo a las jóvenes generaciones la experiencia y el saber de los no tan jóvenes les viene en otros medios y soportes: la canción, el cine, la imagen y la palabra en el registro audiovisual. En todos estos medios, al igual que en los libros, el secreto está en elegir bien, en no equivocarse de maestros y en no hacer ídolo de ninguno de ellos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario