El sistema educativo que predomina en la mayoría de países, falla para todos los alumnos. Se denuncia desde muchos frentes y desde hace tiempo. No son medios, no son recursos, sino objetivos y valores.
La anulación sistemática de la meritocracia, los límites al avance individual, la repetición machacona de las operaciones y contenidos, la carga de deberes que de nuevo repiten el trabajo de clase, la baja implicación del alumno en su proceso de aprendizaje, la escasa o nula valoración del esfuerzo personal, del trabajo más allá de lo exigible, de la creatividad en las respuestas y soluciones, de la búsqueda de alternativas al pensamiento único, abocarán a nuestros hijos al paro, en una sociedad
digitalizada y tan dinámica como la que ya vivimos.
La falta de una escuela capaz de entender y motivar a cada alumno en su individualidad, en su estilo de aprendizaje, que trabaje las distintas áreas para lograr un desarrollo armónico y equilibrado desde los primeros años de escolarización, nos dejan huérfanos de soluciones y presos de un sistema que lejos de desarrollar el talento, lo oprime y lo apaga.
Mientras algunas naciones hace tiempo han entendido que los niños del siglo XXI deben ser formados en valores de independencia, creatividad, superación personal, imaginación, competitividad, liderazgo, cooperación, dinamismo, automotivación, comunicación, análisis crítico, diversidad y diferenciación, nuestro país sigue empeñado en la sobreprotección, la repetición, la copia, el grupo y la homogeneidad, desmotivando a generaciones enteras y condenándolas a ser excluidas de los
motores que lideren la sociedad en un futuro próximo.
En el caso de los niños con Altas Capacidades, por su elevada aptitud de razonamiento e interrelación, su divergencia, gran curiosidad y creatividad innatas y por su mayor rapidez y velocidad de aprendizaje, la situación es más urgente y grave. Sus pequeños cerebros, no entienden de formalidades ni convencionalismos, analizan y racionalizan cada premisa buscando su lógica interna, su utilidad y funcionalidad y se colapsan ante el absurdo de un sistema que les obliga a repetir lo que
ya saben, y que les limita y prohíbe avanzar al ritmo que para ellos es innato y natural.
Su sensibilidad y autoestima se ve entonces mermada, atacada, dañada. Acuden a los centros educativos ávidos de aprender. Creen que allí encontrarán el saber que ansían, que les hace soñar, que alimenta su imaginación. Pero chocan contra los muros del «eso no toca», «espera a tus compañeros», «deja que responda otro», «no te adelantes», «repítelo»… y no comprenden.
¿Por qué en el lugar donde deben enseñarme, no me enseñan nada? ¿Por qué nadie responde a mis preguntas? ¿Por qué me regañan por querer contestar siempre? ¿Por qué tengo que repetir lo que ya sé hacer? ¿Por qué no puedo aprender cosas nuevas? ¿Qué sucede? ¿Solo me pasa a mí? ¿Soy raro? ¿Por qué soy diferente? ¿Por qué los otros niños no entienden mis palabras? ¿Por qué no quieren viajar conmigo a la Luna, o clasificar dinosaurios o sumar las hojas de los árboles?
Ante esta incomprensión, unos niños optarán por mimetizarse con el resto renunciando a su diferencia, otros se retraen en sí mismos para ser luego tachados de asociales, algunos responden con comportamientos disruptivos para convertirse en el «payaso» o peor, «el matón» del grupo, o construyen pesados escudos de protección y se esconden bajo la máscara de la excesiva intelectualización bloqueando su faceta emocional. Otros se adaptarán mientras intentan, sin éxito, sujetar sus ansias de aprender, tratando de asumir su diferencia, cumpliendo con lo que se le pide, simulando su soledad y soñando con que algún día todo cambiará.
Pero nada cambiará si la sociedad no cambia. El sistema educativo es reflejo de nuestros propios valores, de nuestras exigencias, de nuestras peticiones. Mientras sigamos sumidos y creídos en la mentira de que todos somos iguales y todos debemos aprender de la misma forma y al mismo ritmo, no habrá justicia para ninguno de nuestros hijos, ni un sistema válido para el desarrollo de sus fortalezas.
La sociedad, y la forma en que esta acepta, valora y potencia el talento, debe cambiar. Cambiar para ser mejor, para incorporar mejor a todos sus individuos, pues en la medida que el talento se apoya y se
desarrolla, toda la sociedad en su conjunto se beneficia. Austria, Gran Bretaña, Hungría, Finlandia, Singapur, Japón o EE.UU, han entendido que una sociedad progresa en la medida que lo hacen sus individuos y que es la apuesta por el talento, el motor que la hace cambiar.
Así, tal y como los éxitos de nuestros deportistas empujan a la sociedad en su conjunto a practicar más deporte y en disciplinas más varia das, y al albor de esta nueva cultura surgen nuevos y mejores ciclistas, baloncestistas, atletas, nadadores, gimnastas, tenistas, futbolistas, y patinadores, que nos alegran cada vez con más éxitos y medallas, los éxitos de nuestros científicos, escritores, pintores, matemáticos, informáticos, ingenieros, empresarios y creadores, trabajarán en pro de una nueva cultura.
La cultura del esfuerzo, del trabajo, del mérito, de la eficacia, de la eficiencia, de la responsabilidad, de la implicación por la tarea, de la creación, de la creatividad y ante todo de la diversidad, hará que afloren más y mejores talentos, más y mejores oportunidades de desarrollo en áreas cada vez más diversas, generando más opciones para todos nuestros hijos.
No olvidemos que ellos nos necesitan hoy, pero nosotros los necesitaremos
a ellos mañana. (Dr. J. Stanley, 1995).
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