Conflictividad escolar
y la nueva profesión docente
José Melero Martín
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I: LA EDUCACIÓN HOY
1. Las consecuencias de la
obligatoriedad
2. Sociedad vs. escuela
3. Educación, familias y hábitos de
consumo
4. El sesgo cultural del profesorado
5. El papel de la familia
6. Los medios de comunicación
CAPÍTULO II: DINÁMICA ESCOLAR
Y CONFLICTO
1. La convivencia escolar y los
alumnos indisciplinados
2. Las violencias que se ejercen en la
escuela.
CAPÍTULO III: LA NUEVA
PROFESIÓN DOCENTE
1. ¿Qué ocurre actualmente en la
escuela?
2. La conflictividad escolar y las
nuevas competencias del profesorado
3. La inefectividad de la disciplina
escolar clásica
4. Educación y cambio social
CAPÍTULO IV: DIEZ ESTRATEGIAS
PARA LA MEJORA
DE LA CONVIVENCIA EN LOS CENTROS
1. La organización de los centros y
gestión de la disciplina
2. El trabajo en equipo, los grupos de
trabajo de profesorado y el
método de investigación-acción
ÍNDICE
3. La formación del profesorado
4. La atención a la diversidad
5. La orientación vocacional y
profesional
6. Los programas de habilidades
sociales
7. Dinámicas grupales para la
consolidación de grupos de clase: la
provención y el método socioafectivo
8. Los programas de ayuda entre
iguales y de mediación en conflictos
9. Los alumnos absentistas y con
dificultades de integración
10.El entrenamiento del profesorado
para afrontar los conflictos en clase
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA
Diez intervenciones para mejorar la convivencia en los centros educativos.
Una de las constante que definen el clima escolares la reciente conflictividad. Esta situación afecta a la labor educativa ya desde etapas tempranas, es decir desde Primaria y primer ciclo de Secundaria.
La obligatoriedad hasta los dieciséis años, que han tenido como consecuencia la incorporación a los
centros de un amplio grupo de alumnado que, con sistema educativo anteriores, abandonan la formación en edades tempranas por diferentes motivos, prologan y agrava esta situación. Pero no es la única responsable, la procedencia social, las dificultades, el desconocimiento del idioma, todo tipo de discapacidades, trastorno del comportamiento o de la personalidad, delincuencia, etc., son algunas más a tener en cuenta.
La obligatoriedad hasta los dieciséis años, que han tenido como consecuencia la incorporación a los
centros de un amplio grupo de alumnado que, con sistema educativo anteriores, abandonan la formación en edades tempranas por diferentes motivos, prologan y agrava esta situación. Pero no es la única responsable, la procedencia social, las dificultades, el desconocimiento del idioma, todo tipo de discapacidades, trastorno del comportamiento o de la personalidad, delincuencia, etc., son algunas más a tener en cuenta.
Los orígenes del problema debemos buscarlos en la evolución que ha sufrido el propio modelo de familia y en la relación que la población ha establecido con los servicios públicos, de los que exige prestaciones eximiéndose de toda responsabilidad.
El docente se ve, por tanto, exigido a hacer frente a una serie de demandas que van más allá de la propia docencia, partiendo de una formación que nada tiene que ser con el trabajo que se va a realizar.
El docente se ve, por tanto, exigido a hacer frente a una serie de demandas que van más allá de la propia docencia, partiendo de una formación que nada tiene que ser con el trabajo que se va a realizar.
En este libro desarrollamos un análisis basado en la experiencia diaria y prácticas de trabajo en centros de secundaria y en la formación de profesorado, partiendo de la premisa de que el trabajo es posible y fructífero incluso en las condiciones más difíciles.
No existen fórmulas o recetas universales que den repuesta a esta situación, pero sí es posible mejorar de manera notoria la convivencia en el centro educativo. No olvidemos que el gran tema de la educación actual es Cómo afrontar la conflictividad.
CAPÍTULO 1:
LAEDUCACIÓN HOY
1.1. Las consecuencias
de la obligatoriedad.
La educación obligatoria ha sido una conquista de las sociedades
avanzadas que han progresado desde el analfabetismo de parte de su población
hasta la alfabetización total de la misma y más tarde hasta la obligatoriedad
de tramos cada vez más amplios de edad que tienen como fin el garantizar a
todos los ciudadanos una formación mínima necesaria para responder a sus
demandas, que cada vez más pasan por una mayor cualificación. En nuestro país
la edad para la educación obligatoria, ha ido ampliándose en virtud de las
sucesivas leyes educativas hasta los catorce años con la Ley General de
Educación de 1970 y hasta los dieciséis con la LOGSE , lo que nos equipara con los países de
nuestro entorno. Otro de los aspectos en los que se ha hecho hincapié es la
lucha contra el absentismo que afecta especialmente a los estratos más
desfavorecidos de la población y que viene a completar el objetivo de la
escolarización universal. No debemos olvidar que aunque en las anteriores leyes
el margen de obligatoriedad se fijaba en los catorce años, en la realidad
existía una gran tasa de abandono escolar sin que se derivasen
responsabilidades de ningún tipo para las familias. La consecuencia directa de
esta situación era el desamparo de un sector de población que dejaba de recibir
formación y que no podía acceder al mercado de trabajo con todas las garantías
legales que les otorgaba la mayoría de edad, o que simplemente pasaba a formar
parte de grupos sociales marginales. Podemos decir que la situación anterior
perpetuaba una desigualdad social que era necesario superar, además de entre
otras medidas, mediante la garantía que supone la obligatoriedad, que debe ser
entendida como un logro social que garantiza una formación mínima y que se
establece como un mecanismo para la igualdad de oportunidades y la superación
de bolsas de exclusión y marginalidad a las que hasta entonces no llegaba la
educación.
El elemento fundamental de cambio, la transformación más
sustancial que nos permite hablar de una tercera revolución educativa, es que
por primera vez en la historia hemos eliminado la pedagogía de la exclusión, y
hoy perviven en nuestros centros de secundaria, junto a alumnos de excelente
nivel, miles de niños que antes expulsábamos. (Esteve,
2003, pag. 63)
En el plazo de unas decenas de años hemos pasado de tasas de
analfabetismo cercanas al 9% (en 1970) a su desaparición total. Sin embargo lo
que sin duda es un logro social incuestionable trae aparejadas una serie de
consecuencias que repercuten directamente en la dinámica escolar y hacen que
los docentes se planteen la bondad de una medida que en los últimos tiempos ha
pasado en algunos sectores de entenderse como una conquista, a considerarse
como un error político que habría que corregir si se quiere recuperar una
educación de calidad. La enseñanza comprensiva con la que pretendía acogerse
dentro del sistema educativo a todos los alumnos independientemente de su
capacidad o de su ritmo de aprendizaje, se interpreta actualmente como una
rémora que actúa disminuyendo el nivel académico general de la enseñanza para
el conjunto del alumnado y que produce una sensación de inefectividad en los
padres y en los docentes que ven como cada vez les resulta más complicado
mantener unos niveles mínimos de exigencia académica y obtener unos resultados
que antes eran generalizados. Sin embargo no podemos olvidar que mientras que
en las escuelas a las que nosotros asistimos existía una selección social
previa en la que sólo estudiaban los hijos de aquellas familias para las que la
educación era un valor incuestionable, en el sistema educativo en el que ahora
desarrollamos nuestra labor como docentes está representada toda la población
sin excepciones, incluida aquella que no entiende la formación de sus hijos como
algo valioso en sí mismo, sino como una imposición legal.
Como decíamos, la obligatoriedad
hasta los dieciséis ha tenido una serie de consecuencias que eran previsibles
si tenemos en cuenta la problemática educativa en los países occidentales que
nos han antecedido en esta medida, pero imprevistas para los docentes,
acostumbrados a un sistema escolar en el que los alumnos que presentaban algún
tipo de desventaja educativa, ya fuese personal o social, quedaban tarde o
temprano excluidos del sistema. La ampliación del margen de edad ha obligado a
escolarizar a grupos de población que no entienden los estudios como un modo de
enfrentar el futuro y que valoran ante todo la temprana incorporación de los
jóvenes al mundo laboral -aunque sea en situaciones precarias-, para contribuir
a la supervivencia familiar. Lo mismo ocurre con otros sectores de alumnado
–una parte del que ahora clasificamos como en desventaja socioeducativa-, que
pertenece a familias con frecuencia desestructuradas que no se interesan por el
desenvolvimiento académico de sus hijos, ya sea por la falta de formación, o
por estar estos en situación de franco desamparo. En los dos casos anteriores,
los jóvenes traen consigo al centro educativo todos los valores que le son
inculcados en sus ambientes familiares y sociales, valores que en este caso son
contrarios a la obligatoriedad, la disciplina y el esfuerzo necesario para
progresar escolarmente. A estos alumnos se suman aquellos, cada vez más
numerosos, que presentan un marcado retraso académico o dificultades de
aprendizaje, debido en muchos casos a situaciones familiares (trabajos que
mantienen a los padres toda la jornada fuera de casa, por ejemplo) que
imposibilitan que se preste suficiente atención o ayuda a los hijos en lo
tocante a que se respeten horarios de estudio o a la realización de las tareas
escolares. Todo este grupo de alumnado ha pasado, de estar al margen de la
práctica educativa, a formar parte de ella con el mismo derecho que aquellos
que pertenecen a una clase media normalizada.
Todo lo anterior ha tenido unas consecuencias evidentes, entre las
que destaca la inefectividad manifiesta de métodos pedagógicos clásicos y
prácticamente inalterados desde hace siglos, que se basan en una serie de
premisas que deben cumplirse para ser efectivos: en primer lugar es necesaria
una disciplina –aceptada tanto por los alumnos como por los padres de estos-,
basada en el respeto apriorístico a la autoridad del profesor que le era
otorgada por su papel social y por su propia formación superior; en segundo
lugar es necesaria la fe en que los estudios son un elemento clave para
asegurar o al menos mejorar el futuro personal y profesional de los
estudiantes; en tercer lugar es imprescindible que tanto docentes como
discentes compartan unos códigos comunicativos mínimos que les permitan un
entendimiento eficaz. En el momento en que los principios anteriores son
puestos en entredicho, asistimos a un cuestionamiento de la autoridad del
profesor al que ya de nada le vale acogerse a su rol social tradicional y menos
aún a los méritos inherentes a su nivel de formación. Actualmente el profesor
se ha convertido a los ojos del público en un funcionario cuyos méritos están
dudosamente a la altura de la cantidad de días libres de los que disfruta y que
carece de autoridad institucional. Igualmente podemos afirmar que la relación
entre la superación de un determinado nivel de estudios -debido en parte a la
inaccesibilidad de los mismos-, y las futuras oportunidades laborales está cada
vez más en entredicho, y qué decir de los códigos comunicativos compartidos por
profesores y determinados grupos de alumnos. Actualmente los jóvenes
pertenecientes a ciertos sectores sociales se desenvuelven con un lenguaje de
un nivel de parquedad y vulgaridad que los docentes encuentran inaceptable,
estableciéndose debido al mismo una tremenda incomunicación entre ambos
colectivos.
La obligatoriedad de la enseñanza hasta los dieciséis años crea en
los centros, merced a la resistencia, por una parte, de los profesores a
adaptarse a las nuevas condiciones laborales que origina dicha obligatoriedad,
y por otra a la de las familias afectadas que encuentran esta medida inútil y
ajena a su realidad, un clima crispado en el que muchos docentes abogan por la
normalización, es decir la exclusión de determinados alumnos que no se someten
a los requerimientos escolares. En el otro extremo existe una rebelión
manifiesta de un grupo cada vez más numeroso de alumnos que no aceptan un
sistema que les es impuesto pero que se encuentran incapaces de superar y que
sólo les ofrece la exigencia de una disciplina que encuentran injusta e
inaceptable.
Nunca en los centros escolares se han planteado las dificultades
que aparecen ahora y ello se debe, como hemos reiterado, a la escolarización
del cien por cien de la población hasta los dieciséis años, la cual implica que
actualmente están asistiendo a los centros docentes el cien por cien de los
alumnos con problemas de aprendizaje, de los que presentan alguna discapacidad,
del colectivo de inmigrantes, de los que muestran problemas o trastornos
comportamentales o de personalidad y, como no, de todos aquellos pertenecientes
a familias de clases desfavorecidas o marginales, los cuales se ven obligados
contra su voluntad a una escolarización extensa e infructuosa. El resultado
inmediato de la presencia prolongada y sin alternativas académicas de estos
alumnos en las aulas es la sensación de frustración e impotencia entre los
docentes al constatar la inefectividad de los métodos disciplinarios clásicos,
lo cual les fuerza a una situación de sobreexposición en la que, más allá de
los recursos propios de la profesión, se ven obligados a implicarse personal y
emocionalmente para mantener el control de determinados alumnos o grupos de
ellos, así como a dedicar una parte apreciable del tiempo que antes se empleaba
en la docencia a la imposición de orden y disciplina. Una de las principales
consecuencias de lo anterior es el eclipse parcial del resto de alumnado -al
que desde ahora llamaremos adaptado-, que queda en parte, en lo que a
aprovechamiento escolar se refiere, a merced de lo que el grupo de alumnos no
adaptados permite hacer al profesor a lo largo de la jornada escolar,
traduciéndose todo ello en la disminución general del nivel académico.
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