jueves, 18 de julio de 2019

Daniel en el espejo




Daniel, un joven de 15 años que ha repetido 1º y 2º de ESO, se está planteando dejar los estudios. Un día se lo cuenta a su tutora. Es posible que, tras la entrevista que Daniel mantiene con su tutora, reconsidere su decisión de dejar los estudios.
Con un lenguaje cercano, Antonio Jiménez Ariza nos propone una sincera y emocionada reflexión sobre el quehacer educativo. Partiendo de la labor de los profesores, analizando el papel de las familias y la importancia del grupo de iguales, la tutora de Daniel tratará de poner sobre la mesa las claves para responder a una pregunta que, desgraciadamente, siempre está de actualidad: ¿por qué nuestros jóvenes abandonan el sistema educativo antes de tiempo.
CARACTERISTICAS
Tamaño: 14x21,5 cms.
ISBN: 978-84-9700-745-0
Páginas: 160
Daniel en el espejo



¿Qué lleva a un hombre a tomar una decisión que habrá de cambiar para siempre el rumbo de su vida? Dime, qué te lleva a ti, Daniel, a entrar en clase cuando tus compañeros ya han salido del aula, acercarte hasta mi mesa, mientras recojo mis cosas para marcharme yo también y, sin quitarte siquiera la mochila de la espalda, decirme todo tembloroso: “Me voy, señorita. Creo que lo voy a dejar”. Las enciclopedias dicen de vosotros, los adolescentes, que sois unas personas emocionalmente desequilibradas, faltas de ideales, irrespetuosas y poco o nada preocupadas por lo que pasa a vuestro alrededor. Yo creo, y también muchos profesores piensan lo mismo que yo, que estáis mejor informados que nosotros cuando éramos jóvenes, que sois más sinceros, abiertos y tolerantes, incluso más responsables en ocasiones, y más sensibles, si me apuras, ante determinados problemas.


Recuerdo ahora aquella lejana mañana de principios de octubre en la que entré por casualidad en el despacho del Director y te sorprendí sentado en una de las sillas, con las mejillas tibias, casi heridas de tanto sol y, no obstante, manchadas de lágrimas. El Director te acusaba de haber roto no sé qué cosa del aula o del pasillo y tú decías, exhausto y afligido, una y otra vez, que no. Te miré. Me miraste. Puse una mano sobre tu hombro y le dije al Director: “Yo me encargo de él, si no te importa”. Desde entonces he estado siempre a tu lado, he sido como tu sombra. Y ahora vienes, con ese aire suplicante y asustado de quien ha perdido las llaves de su casa y teme pasar la noche a la intemperie, a decirme que te marchas, que lo tiras todo por la borda.


¿A qué viene esa cara torcida y la mirada huidiza? Si quieres irte, puedes hacerlo ya, Daniel. Estás a punto de cumplir los dieciséis años, nada te ata al instituto. Esa vida que tú sueñas te espera ahí mismo, al otro lado de la valla. Anda, ve, entrégate a ella. Ella no te pondrá falta por llegar tarde a clase, tampoco mandará un mensaje al móvil de tu madre por no haber venido al instituto el día de ayer. Se acabaron los suspensos y los aprobados, se acabaron las horas de recreo sin recreo y se acabó para siempre esa mirada que tú bajas cuando los profesores te regañan, para que no descubran todo lo bueno, y malo a la vez, que hay dentro de ti.


Ah, ¿no te vas? ¿Sigues sentado aquí, frente a mí? ¿Acaso no has llegado hasta el final de tu aventura? ¿No has logrado esta vez lo que siempre has deseado y soñado? No te vas, ya veo, sigues sentado aquí, frente a mí, dices sólo: “Señorita, señorita…” y dejas la frase a medias. Yo te respondo: “En cada tropiezo que damos descubrimos algo de nosotros mismos”. ¿Entiendes lo que te quiero decir, Daniel? ¿Comprendes lo que te digo esta vez? Yo sí descubrí muchas cosas, aquella fría mañana de enero en la que vomitaste en clase, dentro de la papelera. Mandé salir a todos tus compañeros al pasillo para que no te vieran. Verte vomitar de aquella manera, Daniel, a las diez de la mañana de un lunes, me pareció tan humillante y doloroso como sorprender a alguien desnudo. Y así fue como te mostraste a mí, desnudo, perdido, vulnerable y desorientado a tus quince años, echando en el interior de la papelera el resultado de unas experiencias que a ningún buen puerto te llevan y guardándote para no sé quién ese tesoro que estoy segura llevas dentro.


Durante la hora del recreo nos acercamos hasta la cafetería y te compré un bocadillo caliente de jamón y queso, como a ti te gusta. Luego nos sentamos en uno de los bancos del vestíbulo y, sin decirte yo nada ni tú tampoco a mí, lo devoraste en tres bocados, casi hasta atragantarte. Te pregunté a continuación: “¿Has desayunado?” Y me respondiste que no. “¿Qué cenaste anoche?” “Un puñado de cereales”. Y agregaste que tu madre había salido a cenar con unas amigas y que tu hermana mayor se había pasado toda la noche encerrada en su cuarto, chateando en Internet, pasándoselo bien con los amigos, y que por ese motivo se le había olvidado preparar la cena. “¿Y tu padre?”, te pregunté. “Están separados. Él vive en otra casa”.
Como un muchacho que ha descubierto un arca lleno de máscaras y disfraces y se divierte probándoselos todos, así te he visto yo durante todo este tiempo, Daniel, llevando máscaras, portando disfraces, siendo lo más parecido a los demás para olvidarte de ser tú mismo. Ya no te reconozco en el reflejo de ese espejo sin brillo que ahora luce apagado en el fondo de tu corazón.


Después del bocadillo, te dije: “Vete al patio. Juega al fútbol o al baloncesto con tus compañeros de clase. Pásatelo bien”; tú saliste. Era tan grande tu indecisión que casi pierdes el equilibrio; y sonreíste, con esa sonrisa que yo siempre he considerado como el anticipo de una carcajada que nos haría a todos tremendamente felices. Pero, ¿desde cuándo no te ríes a pulmón abierto, Daniel? ¿Por qué ya no te diviertes con tus compañeros de clase y buscas, en cambio, la compañía de otros alumnos a los que nunca, por respeto, me he atrevido a juzgar como se merecen, pero te puedo asegurar que no ha sido por falta de ganas? Te veo sentado en el patio de recreo, apoyado contra la pared, en compañía de otros alumnos. Sentís resbalar por vuestro rostro los rayos del sol, como si fueran ligeros copos de nieve que se deshacen enseguida. De vez en cuando se acerca hasta vosotros un alumno de tercero o de cuarto y os entrechocáis las manos con gran ruido y carcajadas.

Habláis de vuestras cosas, de las que pocas veces me entero. Si el profesor de guardia se ha percatado de vuestra presencia y vosotros os habéis dado cuenta de que os está mirando, algunas veces, y sólo algunas veces, Daniel, pisoteáis el cigarrillo que tenéis oculto a la espalda. Y emigráis como si fuerais una bandada de gorriones a otro rincón del patio de recreo, lejos de las miradas de los demás y de la vigilancia del profesor, pero sin asomo de temor alguno. Cuando suena la sirena, aprovechando la confusión de los alumnos camino de sus aulas, os rezagáis siempre un poco y os acercáis hasta la valla para saludar a esos que ya han dicho adiós a todo, a esos que, como tú, hace tiempo que lo tiraron todo por la borda y ya no tienen que soportar la imposición de ningún horario ni castigo. Y en el apretón de manos, envuelto en la sonrisa con que os identificáis, siempre se te queda algo de ellos prendido entre tus dedos. Y esto no es todo, Daniel. Cuando alguna mañana, camino de clase o durante mi hora de guardia, he pasado por el servicio de chicos, el olor a porro y cigarrillos que salía de ellos casi me ha desmayado. He requerido de inmediato la presencia del Jefe de Estudios o la del Director y juntos hemos entrado en los servicios. Y, como los restos de un barco que naufragó en alta mar cuyas astillas de madera flotan, después de un tiempo, sobre el agua, las colillas de los cigarrillos y las boquillas de los porros flotaban todavía en la pequeña laguna de la taza del váter. Nadie había sido. No sabemos quién o quiénes fueron los responsables. Pero luego, durante el desarrollo de las clases, a lo largo de la mañana, Christian dijo que estaba muy cansado y se echó a dormir encima del pupitre; Daniela pidió permiso para ir una y otra vez al baño y Carlos salió corriendo del aula sin más.


Es posible que para vivir sea preciso imaginar siempre algo más que la escueta y cruda realidad, ¿verdad, Daniel?; ponernos máscaras para ser como los demás, no para diferenciarnos de ellos. Sentimos en nuestro interior unos deseos terribles de conseguir algo, de llegar a algún sitio, cueste lo que cueste. Pero ¿es eso vivir? ¿Sabéis vosotros acaso lo que es la vida? ¿Lo sabemos nosotros por casualidad?
Está bien, no me mires así, no te estoy acusando de nada. Muchos adultos fuman y otros acompañamos nuestras comidas con un vaso de vino tinto porque dicen que es bueno para el corazón y, tras la copa, se nos escapan dos o tres palabras entrecortadas por la risa. Tú no tienes la culpa, la vida es así. Te sientes incomprendido por tus padres y presionado por las malas notas que obtienes en el instituto. La mayoría de tus compañeros de clase te parecen infantiles y aburridos, es normal que busques la amistad de otros chicos, quienes no te presionan y sí que te comprenden y te hablan de esa otra vida que con tanto anhelo sueñas alcanzar bien pronto. Quizá el mundo no tenga hoy espacio para chicos como vosotros, porque se os obliga a estar seis horas sentados en una silla de culo duro, a comprender las explicaciones de un profesor que os cae mal, a leer unos libros de texto cuyo vocabulario no entendéis y a formar parte, de este modo, de un sistema educativo que nada tiene que ofreceros y que parece no tener otro fin que convertiros en delincuentes o en analfabetos.


Pero mira dentro de ti, Daniel, mira dentro, por favor. Caerse y levantarse, levantarse y volverse a caer, es una acción que ennoblece a los seres humanos, que nos hace fuertes. No somos pocos quienes hemos tenido que abordar la nueva vida emergiendo desde las ruinas. Porque es frecuente hallar hombres muy fuertes que pronto se abaten, y hombres muy delicados y débiles que, pese a su enfermedad y su flaqueza, saben vencer espléndidamente a la vida y hasta imponerle su sello en medio del sufrimiento. A veces el responsable de nuestra conducta es el ambiente, Daniel, el entorno, eso que nos rodea, no nosotros.


Para cambiar sólo nos vale salir de ese ambiente y nuestra conducta también cambiará. ¿Nos quemamos al sol? Vayámonos a la sombra. ¿Nos mojamos a la intemperie? Pongámonos bajo techado. Si alguien nos hace daño o simplemente nos cae mal, no hay que desearle la muerte, simplemente estrecharle la mano -por mucho que nos duela y nos parezca un acto humillante- y decirle: “Tú por este camino y yo por el otro. El mundo es muy grande. Hay sitio para los dos”. Pero para ello hay que reaccionar, ser uno mismo, luchar por nuestra identidad. No me vale que todo el mundo también haga esto o lo otro porque me consta que otros chicos no hacen ni esto ni lo otro y yo no voy a permitir que tú sigas haciéndolo. Ven, Daniel, acércate hasta la ventana. Mira el parque, tu parque, ese parque al que tantas horas has dedicado de tu vida. Eres lo que ves, Daniel, el resultado de cómo los demás te ven a ti mismo.
2

Pensarás de mí que soy una cursi, una sentimental, que os trato como si fuerais mis propios hijos y que no deseo que te marches tú ni ningún otro alumno antes de tiempo del instituto. A algunas maestras nos pasa esto: tenemos el corazón dividido entre los conocimientos que debemos transmitir y la realidad que debemos enseñar a vivir dentro del aula.

Recuerdo todavía el día que llegasteis al instituto procedente del colegio de infantil y primaria. Aunque algunos de vosotros ya teníais los doce e incluso los trece años cumplidos, la verdad es que no levantabais un palmo del suelo, tan enanitos me parecíais al lado de los alumnos de cuarto y de Bachillerato. Yo pensé: “Se van a perder, no van a saber llegar a sus clases en medio de esta jungla”. Y así fue. Muchas mañanas me preguntabais: “Señorita, ¿dónde está la clase de Plástica?”. Y yo os respondía: “Al fondo del pasillo, la tercera puerta a la derecha”. Con vuestras mochilas al hombro, las cartulinas y las reglas en las manos, ibais mirando todas y cada una de las puertas, y tocabais en una o en dos de ellas hasta dar por fi n con el aula de Plástica.


Cuando llegaba la hora del recreo, Lorena -quien sería vuestra orientadora y a la que acudiríais con tanta frecuencia en el futuro, más que para pedirle algún consejo, para que os escuchara- y yo, os acompañábamos hasta la ría para que ningún chico os quitara el dinero u os pidiera un trozo de bocadillo. Luego nos situábamos en una esquina del patio y observábamos vuestros juegos, vuestras carreras, los grupos que ya formabais para comentar vuestras cosas y que nosotras con tanto interés seguíamos.
Todavía continuabais jugando al “corre que te pillo”, formando grupos cuyo número aumentaba o disminuía en el recorrido de una esquina a otra del patio. Los alumnos mayores os contemplaban con aire burlón y alguno agitaba su mano si habíais tenido la mala suerte de tropezar con ellos.


Pero allí estábamos siempre Lorena y yo. Bastaba con que nos mirarais para que nosotras, a su vez, lanzáramos una mirada recriminatoria al alumno mayor que os había amenazado. Era hermosa la seguridad que creíamos que os dábamos y hermosa la seguridad que creíais que vivíais.

Tú también jugabas, también corrías. Y Jennifer, tu compañera de juegos infantiles desde que juntos empezasteis primaria, también. Luego os parabais los dos, sin decir una palabra, y mirabais los charcos del patio reluciente que el viento iba poco a poco secando. Compartíais juegos, compartíais carreras, compartíais amistad e incluso amor, porque al amor le gusta compartir su felicidad. Cuando Jennifer salía de la cafetería, tras haber comprado un bocadillo, lo partía por la mitad y te decía: “Para ti”. Y dabais un paseo, ajenos a los comentarios de los demás, orgullosos de compartir un secreto del que queríais que todo el mundo se enterara.


Pronto, aquella jungla que para muchos de vosotros fue durante el primer trimestre el instituto, se convirtió en un lugar en el que pasabais más tiempo incluso que en vuestra propia casa, un club social privilegiado que os permitió hacer nuevos amigos, muchos de los cuales, estoy segura de ello, conservaréis para el resto de vuestra vida. El aula fue como vuestro cuarto; los pupitres, vuestra propia mesa de escritorio. Y cada uno de los rincones del patio, cada uno de los pasillos del instituto, los recovecos de un jardín en los que algunos de vosotros os escondíais para saltaros las clases.


¿Qué había sido de aquellos alumnos tan pequeños que tres meses atrás habían encogido mi corazón y me hicieron temer que se perdieran como Pulgarcito en el bosque? Dime, ¿qué había sido de vosotros? Habíais crecido, Daniel, no habíais madurado. Simplemente habíais crecido. Todavía mostrabais gran placer en hacer aviones durante los cambios de clase, pero alguno de vosotros también enseñaba orgulloso en su cuello la marca del primer mordisco.
Sonriendo con el aire burlón de los alumnos mayores cuando desobedecen y se les castiga, así acogisteis mi entrada a clase más de una mañana. Me poníais a prueba. Queríais que os castigara y que os echara al pasillo. Pero nunca lo hice. Yo os veía allí, sentados, las piernas bajo los pupitres, entumecidas ya por la pequeñez de éstos, y no podía dejar de recordar que erais los mismos alumnos que meses atrás me habíais buscado con la mirada solicitando mi protección. Y como no os castigaba como vosotros queríais, a lo sumo os dejaba unos minutos sin recreo, buscabais nuevas estrategias, nuevas fechorías para llamar mi atención. Sabéis que Alejandro tiene un problema en los testículos, qué mejor forma de que os castigue que dándole una patada en ellos y luego decirme que nadie sabía quién había sido. Borrachos por la embriaguez del peligro, le amenazasteis para que no dijera nada, pues si lo hacía le ibais a dar luego otra patada, un poco más fuerte.


Como resulta que Paula tenía una libreta de apuntes que era la envidia de todo el instituto, qué mejor manera de humillarla, y de humillarme a mí también, que robársela, destrozarle las hojas, pintar obscenidades en alguna de ellas y escribir el nombre de la alumna de otra clase para desviar mi atención.


No os castigué, hablé con la madre de Alejandro y le presenté mis disculpas. Le dije a Paula que no se preocupara, que entre todos le íbamos a comprar otra libreta. Y os seguí dejando sin recreo; unos minutos, como mucho, de esa preciada media hora de libertad. Durante estos minutos permanecíais inmóviles, mirándome fijamente. Actuabais como esos niños que, nada más trabar amistad, intentan impresionarse mutuamente. Pero a mí no me impresionáis. Os dije que, uno a uno, individualmente, sois unas excelentes personas, pero que como grupo no funcionáis. No os atrevisteis a moveros, tan impresionados os dejó mi reacción. Y por temor a que el más leve movimiento bastara para alejar la imagen que os estabais haciendo de mí, ese día, y voluntariamente, decidisteis no bajar al patio de recreo, ni siquiera os atrevisteis a acercaros hasta las ventanas.
Nunca os he prometido un camino fácil en mis clases, siempre os he puesto como fi n la dificultad vencida. La mayoría de los profesores, aunque te cueste creerlo, disfrutamos tanto o más que vosotros mientras aprendéis, encontramos sentido a nuestra profesión cuando superáis un obstáculo.

Porque todavía trabajamos bajo el firme convencimiento de que formamos a personas, las dotamos de valores y estrategias con las que afrontar la vida; esa vida, Daniel, que tú ahora consideras como un juego, pero que va en serio. Y aunque algunos profesores puedan creer que su misión como docentes consiste en transmitiros unos conocimientos de Matemáticas o de Lengua sin más, yo sé que la mía y la de otros tantos profesores va mucho más allá de todo eso. No somos profesores de Inglés o de Matemáticas. Tenemos el hermoso y noble privilegio de ser unos educadores que os acompañamos durante un periodo de vuestra vida.


. . .

No hay comentarios:

Publicar un comentario